LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LEÓN
El día 2 de mayo de 1808, como era de prever, España se dio de bruces con lo inevitable. A partir de la entrada en Madrid de las tropas mandadas por el mariscal Joaquín Murat, gran duque de Berg y lugarteniente de Napoleón en nuestro país, los enfrentamientos entre la soldadesca y el pueblo llano habían sido constantes, resultando asesinados cada día una media de entre dos y tres franceses desde finales del mes de marzo hasta que estalló el «día de la cólera», en afortunada expresión de Arturo Pérez Reverte
Texto: Javier Tomé y José María Muñiz
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La chispa inicial de la revuelta se localiza en el palacio real, cuando un grupo de curiosos contempló estupefacto como el infante Francisco de Paula, hijo menor de los reyes, se echaba a llorar por no querer subir al coche dispuesto por los ocupantes. El cerrajero José Blas Molina entró a la carrera en palacio y, al poco, salía gritando: ¡Traición! ¡Nos han llevado al rey y se nos quieren llevar a todas las personas reales! ¡Mueran los franceses! Los presentes se abalanzaron sobre el carruaje para cortar los tiros de las caballerías, en una explosión de furia reprimida por el batallón de Granaderos de la Guardia con una descarga de fusilería que causó un río de sangre. La noticia corrió por Madrid a la velocidad del rayo, transformando a manolas, chisperos, granujas y holgazanes en guerreros al calor del fuego patriótico que inflamaba al país , según dijo Galdós. Gente enloquecida se arrojaba a los pies de los caballos, mientras una sucia lucha callejera se extendía desde la Puerta del Sol a los barrios populares. Agua y aceite hirviendo caían desde los balcones sobre los escuadrones de polacos y mamelucos, en una epopeya de heroísmo colectivo y coral que sería retratada en toda su cruel expresión por Francisco de Goya. A pesar del fondo enigmático que aún rodea a un acontecimiento tan legendario, está fuera de toda duda que las clases políticas y militares mantuvieron una actitud cobarde y neutral ante un explosión aureolada por toda la grandeza de las batallas perdidas, pues tan sólo dos oficiales de alta graduación, Daoiz y Velarde, se sumaron a la revuelta desde el parque de artillería de Monteleón. Las poderosas y curtidas tropas galas lograron finalmente hacerse con el control de la capital de España, iniciando de inmediato una brutal represión. Al anochecer del 2 de mayo comenzaron los fusilamientos en el paseo del Prado, las puertas del Retiro o la Casa de Campo, encendiendo la mecha de un artefacto emotivo cuyos ecos llegaron, naturalmente, hasta la provincia leonesa. Aquí en la capital, como en otros muchos puntos del país, las élites dirigentes se encontraron ante una peliaguda disyuntiva: por un lado, estaban avocadas a condenar la masacre acontecida en Madrid; pero en otro sentido, apoyaban secretamente las ideas ilustradas y consideraban a los franceses como palanca de modernidad y freno para la plebe incontrolada. Grave dilema moral que llevaría al Consejo de Castilla a salir a las calles madrileñas al mediodía del 2 de mayo, para aplacar la ira popular y tratar de apaciguar los ánimos. Idéntico ánimo conciliador predominaba en la Chancillería de Valladolid, a cuya jurisdicción pertenecía León, donde se redactó el día 5 de mayo un bando que solicitaba no se vea alterada la buena armonía con las tropas francesas y que no olvidase la nación española lo que exige la hospitalidad y las órdenes repetidas del monarca para con las tropas francesas.
El gorro de Napoleón Igualmente, la Chancillería vallisoletana decía esperar que en los pueblos por donde pasaran los galos, se les proporcionen cuantos auxilios necesiten, que los jueces tengan bajo su protección a cualquier individuo de aquella nación que se halla visto insultado o atropellado, administrándoles pronta y severa justicia . No resulta extraño que tan servil actitud causara la ira del populacho más exaltado:
¡Viva España!
¡Viva la Religión!
Yo me cago en el gorro de Napoleón. Aún más, los leoneses exigieron al Ayuntamiento que remitiese un oficio a dicha Chancillería, con la intención de conocer sus auténticos sentimientos a propósito de la situación del país. La respuesta de don Gregorio Cuesta, capitán general de Castilla la Vieja y presidente de la institución, fue la siguiente: su modo de pensar es y será siempre muy conforme y subordinado al de nuestro Gobierno Superior. A éste y no a los particulares corresponde deliberar sobre los negocios del Estado; lo demás, sobre ser opuesto a los primeros deberes de vasallo y de católico, produce la anarquía, es decir, la destrucción de la Monarquía y el Estado, el mayor de los males políticos. Todas las Personas Reales han renunciado solemnemente a sus derechos a la corona de España, absolviendo a los vasallos del juramento de fidelidad y vasallaje: no debemos, pues, intentar nada contra su expresa determinación, ni contra la Junta Suprema ( constituida en Madrid por orden de Murat ) que nos gobierna en nombre del emperador de los franceses, por el derecho que les han traspasado aquellas renuncias, bajo el pacto de nuestra independencia sin desmembración y de la conservación de nuestra Santa Religión. El emperador debe darnos un rey, en circunstancias que no le tenemos ni conocemos, quien tenga derecho a serlo.
La maquinaria del odio Tanta condescendencia y buenas modos no servirán de nada, pues el 24 de mayo llegó a manos del alcalde-corregidor, Josef Guadalupe, un pliego remitido por el duque de Berg, ordenando que la capital leonesa eligiera y mandase diputados a las Cortes que pretendían reunirse en Bayona el 15 de junio. La exasperación ciudadana llegaría al paroxismo el día 27 de mayo, al conocerse el bando que anunciaba la renuncia de la corona de España en Bonaparte, así como la proclamación del propio Murat como teniente general del Reino. Aquel mismo día se supo que el Principado de Asturias había declarado oficialmente la guerra a los usurpadores franceses, lo que se tradujo en un incesante ir y venir de reuniones y pronunciamientos redactados en los conventos y en las casas de los canónigos. La piel serena de León se estremeció con una serie de desórdenes que se multiplicaron desde la plaza de San Marcelo hasta la Catedral y la Plaza Mayor. Ese mismo día 27, la ciudad envió un estudiante al vecino reino de Galicia, invitando a los ciudadanos a unir fuerzas para defender al depuesto rey, al suelo español de la presencia enemiga y a la Religión. El Ayuntamiento, por su parte, remitió otro escrito al Capitán General de Galicia, a fin de conocer qué sentimiento tiene sobre las órdenes que se han comunicado, anunciando la renuncia de la corona en favor del emperador de los franceses.
La maquinaria del odio se había puesto definitivamente en marcha y los vecinos, temerosos de que los franceses pudieran plantarse ante las puertas de la ciudad en cualquier momento, comenzaron a solicitar la entrega de armas a las autoridades, que todavía se mostraban reacias a dar semejante paso. Los amotinados interceptaron el correo de Madrid y amenazaron con quemar la ciudad en caso de que no se accediese a sus peticiones. Ante la extrema presión popular, por fin se comenzó a distribuir armas entre los paisanos y se acordó convocar la Junta del Reino de León, organismo que habría de aquietar los desatados ímpetus del pueblo y trataría de salvar el honor de la provincia y sus gentes. A petición del obispo se acordó celebrar la reunión en la mañana del 30 de mayo y en el Palacio Episcopal, a la que habrían de acudir los capitulares de la capital, los prebendados y otras dignidades de la Iglesia, representantes del clero secular y regular y caballeros particulares, además de dos diputados nombrados por cada parroquia con la facultad de elegir entre todo el vecindario seis vocales para la Junta provincial.
Fúnebre pesimismo
En un ambiente de abatimiento y fúnebre pesimismo, provocado por las lamentables noticias que trajo a León el vizconde de Quintanilla y un puñado de Guardias de Corps que llegaron huyendo desde Burgos, tuvo lugar la constitución de la Junta de Gobierno de León, la cual dio a conocer mediante un bando las razones de su formación, sus competencias y composición. Entre su miembros se contaban personajes con tanto relieve social como Felipe de Sierra Pambley, el propio vizconde de Quintanilla, Josef Azcárate, Luis de Sosa, Manuel Castañón, Fausto Escaja -tesorero de la Casa de Luna-y Rafael Daniel, arcediano de Valderas. La Junta así compuesta asumió los resortes del poder en la provincia hasta que no se repusiera en el trono a Fernando VII o a otra persona real legítimamente constituida, al tiempo que cesaba en sus funciones a todas las autoridades establecidas, tanto políticas como militares, hasta que se subordinaran a sus disposiciones y recibieran una nueva investidura.
Al día siguiente, y contando con la presencia del capitán general, el antes reticente Gregorio de la Cuesta, la Junta acordaba aumentar su composición en un diputado por cada una de las provincias de Castilla la Vieja, con la finalidad de tener jurisdicción sobre todas ellas en los aspectos de armamento y subsistencia para el ejército. La magna y patriótica asamblea incluyó entonces a notables como Lorenzo Bonifaz, por Zamora, José Morales, en representación de Valladolid, o José Jiménez de la Morena, por Ávila. De esta forma quedó constituida la Junta Superior de León, nacida como consecuencia de la necesidad imperiosa de organizar la ciudad ante un conflicto que se anunciaba inminente. Y también, a causa de la revolucionaria presión de un pueblo que exigía la sustitución de la desaparecida potestad real por otra autoridad efectiva y local.
El gorro de Napoleón Igualmente, la Chancillería vallisoletana decía esperar que en los pueblos por donde pasaran los galos, se les proporcionen cuantos auxilios necesiten, que los jueces tengan bajo su protección a cualquier individuo de aquella nación que se halla visto insultado o atropellado, administrándoles pronta y severa justicia . No resulta extraño que tan servil actitud causara la ira del populacho más exaltado:
¡Viva España!
¡Viva la Religión!
Yo me cago en el gorro de Napoleón. Aún más, los leoneses exigieron al Ayuntamiento que remitiese un oficio a dicha Chancillería, con la intención de conocer sus auténticos sentimientos a propósito de la situación del país. La respuesta de don Gregorio Cuesta, capitán general de Castilla la Vieja y presidente de la institución, fue la siguiente: su modo de pensar es y será siempre muy conforme y subordinado al de nuestro Gobierno Superior. A éste y no a los particulares corresponde deliberar sobre los negocios del Estado; lo demás, sobre ser opuesto a los primeros deberes de vasallo y de católico, produce la anarquía, es decir, la destrucción de la Monarquía y el Estado, el mayor de los males políticos. Todas las Personas Reales han renunciado solemnemente a sus derechos a la corona de España, absolviendo a los vasallos del juramento de fidelidad y vasallaje: no debemos, pues, intentar nada contra su expresa determinación, ni contra la Junta Suprema ( constituida en Madrid por orden de Murat ) que nos gobierna en nombre del emperador de los franceses, por el derecho que les han traspasado aquellas renuncias, bajo el pacto de nuestra independencia sin desmembración y de la conservación de nuestra Santa Religión. El emperador debe darnos un rey, en circunstancias que no le tenemos ni conocemos, quien tenga derecho a serlo.
La maquinaria del odio Tanta condescendencia y buenas modos no servirán de nada, pues el 24 de mayo llegó a manos del alcalde-corregidor, Josef Guadalupe, un pliego remitido por el duque de Berg, ordenando que la capital leonesa eligiera y mandase diputados a las Cortes que pretendían reunirse en Bayona el 15 de junio. La exasperación ciudadana llegaría al paroxismo el día 27 de mayo, al conocerse el bando que anunciaba la renuncia de la corona de España en Bonaparte, así como la proclamación del propio Murat como teniente general del Reino. Aquel mismo día se supo que el Principado de Asturias había declarado oficialmente la guerra a los usurpadores franceses, lo que se tradujo en un incesante ir y venir de reuniones y pronunciamientos redactados en los conventos y en las casas de los canónigos. La piel serena de León se estremeció con una serie de desórdenes que se multiplicaron desde la plaza de San Marcelo hasta la Catedral y la Plaza Mayor. Ese mismo día 27, la ciudad envió un estudiante al vecino reino de Galicia, invitando a los ciudadanos a unir fuerzas para defender al depuesto rey, al suelo español de la presencia enemiga y a la Religión. El Ayuntamiento, por su parte, remitió otro escrito al Capitán General de Galicia, a fin de conocer qué sentimiento tiene sobre las órdenes que se han comunicado, anunciando la renuncia de la corona en favor del emperador de los franceses.
La maquinaria del odio se había puesto definitivamente en marcha y los vecinos, temerosos de que los franceses pudieran plantarse ante las puertas de la ciudad en cualquier momento, comenzaron a solicitar la entrega de armas a las autoridades, que todavía se mostraban reacias a dar semejante paso. Los amotinados interceptaron el correo de Madrid y amenazaron con quemar la ciudad en caso de que no se accediese a sus peticiones. Ante la extrema presión popular, por fin se comenzó a distribuir armas entre los paisanos y se acordó convocar la Junta del Reino de León, organismo que habría de aquietar los desatados ímpetus del pueblo y trataría de salvar el honor de la provincia y sus gentes. A petición del obispo se acordó celebrar la reunión en la mañana del 30 de mayo y en el Palacio Episcopal, a la que habrían de acudir los capitulares de la capital, los prebendados y otras dignidades de la Iglesia, representantes del clero secular y regular y caballeros particulares, además de dos diputados nombrados por cada parroquia con la facultad de elegir entre todo el vecindario seis vocales para la Junta provincial.
Fúnebre pesimismo
En un ambiente de abatimiento y fúnebre pesimismo, provocado por las lamentables noticias que trajo a León el vizconde de Quintanilla y un puñado de Guardias de Corps que llegaron huyendo desde Burgos, tuvo lugar la constitución de la Junta de Gobierno de León, la cual dio a conocer mediante un bando las razones de su formación, sus competencias y composición. Entre su miembros se contaban personajes con tanto relieve social como Felipe de Sierra Pambley, el propio vizconde de Quintanilla, Josef Azcárate, Luis de Sosa, Manuel Castañón, Fausto Escaja -tesorero de la Casa de Luna-y Rafael Daniel, arcediano de Valderas. La Junta así compuesta asumió los resortes del poder en la provincia hasta que no se repusiera en el trono a Fernando VII o a otra persona real legítimamente constituida, al tiempo que cesaba en sus funciones a todas las autoridades establecidas, tanto políticas como militares, hasta que se subordinaran a sus disposiciones y recibieran una nueva investidura.
Al día siguiente, y contando con la presencia del capitán general, el antes reticente Gregorio de la Cuesta, la Junta acordaba aumentar su composición en un diputado por cada una de las provincias de Castilla la Vieja, con la finalidad de tener jurisdicción sobre todas ellas en los aspectos de armamento y subsistencia para el ejército. La magna y patriótica asamblea incluyó entonces a notables como Lorenzo Bonifaz, por Zamora, José Morales, en representación de Valladolid, o José Jiménez de la Morena, por Ávila. De esta forma quedó constituida la Junta Superior de León, nacida como consecuencia de la necesidad imperiosa de organizar la ciudad ante un conflicto que se anunciaba inminente. Y también, a causa de la revolucionaria presión de un pueblo que exigía la sustitución de la desaparecida potestad real por otra autoridad efectiva y local.
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Publicado por VRedondoF para Ancestros el 5/27/2008 12:57:00 PM